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Pentecostés (B)

 

 

 

-- 5/19/2024

Hechos 2: 1-11;
1 Corintios 12: 3-7, 12-13;
Juan 20: 19-23



A veces en nuestra vida, es solamente después de un acontecimiento que nos damos cuenta de su importancia.  Pensamos en un encuentro inesperado que termina en una amistad que dura toda la vida.  Pensamos en una conversación que resulta en un nuevo trabajo que nos otorga mucha satisfacción.  Pensamos en un viaje que nos pone en contacto con la persona que va a ser esposo u esposa.  Hay tantos momentos cuando una experiencia ordinaria termina cambiando nuestra vida.  Es así con la venida del Espíritu Santo.  Vemos la importancia muchos años después. 

 

Vemos esto en el relato del Evangelio.  Los discípulos se encontrarán reunidos con las puertas cerradas, llenos de miedo.  Habían escuchado la noticia de la Resurrección, pero no podían captar su sentido.  El milagro era demasiado grande para su comprensión.  Aún se encontraban dudando, confundidos, y en la incertidumbre de su futuro.  Y de repente, Jesús se presentó en medio de ellos.  El les ofreció la paz y después les entregó el Espíritu Santo.  Fue un momento de transformación.  En este instante, se convirtieron en mensajeros de la verdad, en evangelizadores de la Buena Nueva, en testigos de la victoria de la vida.

 

Estamos acostumbramos a pensar en la llegada del Espíritu Santo como está escrito en los Hechos de los Apóstoles, como un gran viento y con lenguas de fuego.  Disfrutamos del relato en que cada cual escuchó la Buena Nueva en su propio idioma.  Es una escena dramática con pruebas visibles de la presencia del Espíritu.  Sin embargo, el Evangelio nos da otra versión.  Jesús llega con un saludo de paz y el don de perdonar el pecado.  Es una escena muy tranquila, pero tal vez más poderosa, porque el poder de Dios es dado a los discípulos para vencer el mal y destruir el poder del odio, la división, y la venganza. 

 

Seguro que era solamente después de esa tarde cuando los discípulos se dieron cuenta de lo que había experimentado. Su transformación era un cambio gradual. No era una manifestación de lenguas de fuego y ruidos vientos, sino una manifestación de valentía y valor en la proclamación de la Resurrección.  Durante los días y semanas después, estos discípulos que antes se mantenían encerrados por miedo, obtuvieron la fuerza de salir y vivir públicamente como una comunidad donde el amor era el único mandamiento. 

 

Es así en nuestra vida.  A veces esperamos momentos dramáticos cuando vemos la manifestación del poder de Dios.  Pero mayormente, la transformación de nuestra vida se desarrolla de manera tranquila y gradual.  Solamente después de muchos años, o tal vez al final de la vida.  Sin embargo, es una transformación que se manifiesta con poder de Dios a los que nos rodean. 

 

Podemos ver las consecuencias de la presencia del Espíritu en la Secuencia que acabamos de rezar.  Cuando una persona lleva luz a los confundidos, allí está el Espíritu.  Cuando ofrecemos consuelo a los afligidos, allí está el Espíritu.  Cuando perdonamos de verdad a los que nos ofenden, allí está el Espíritu.  Cuando curamos la enfermedad de la soledad y del desprecio, allí está el Espíritu.  Cuando traemos confianza a los que dudan de su valor, allí está el Espíritu.  Cuando ofrecemos alegría y gozo a los tristes, allí está el Espíritu. 

 

Hoy la Iglesia nos invita a abrirnos al poder del Espíritu que recibimos en el Bautismo.  Como signo de nuestra fe en su presencia, es por eso por lo que nuestro canto es Aleluya, aleluya, aleluya.
 


"Sr. Kathleen Maire, OSF"  <KathleenEMaire@gmail.com>


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